la relación del intérprete con el objeto de su estudio. A diferencia de la Iglesia de Roma, las iglesias de la Reforma, aceptaron el importante principio de que cada individuo tiene el derecho de investigar e interpretar por sí mismo la Palabra de Dios. Es verdad que también mantuvieron que a la iglesia, en virtud de su potestas doctrinales, le ha sido confiada la importante tarea de preservar, interpretar y defender la Palabra de Dios, para cuya suprema tarea ha sido capacitada por el Espíritu Santo; pero repudiaron la idea de que toda interpretación eclesiástica es, por sí misma, infalible y obligatoria para las conciencias. Las interpretaciones de la Iglesia tienen autoridad divina tan sólo hasta donde armonizan con las enseñanzas de la Biblia como un todo, y cada individuo debe juzgar por sí mismo esta realidad. Los protestantes niegan que Dios haya constituido la Iglesia, por medio de sus partes designadas, como intérprete especial de la Divina Palabra, y mantienen que cada cristiano tiene el privilegio de estudiar e interpretar por sí mismo la Sagrada Escritura. Esta posición se basa en: (1) pasajes tales como Deuteronomio 13:1–3; Juan 5:39 (si el verbo es indicativo); y Gálatas 1:8 y 9; (2) en el hecho de que Dios declara a cada hombre responsable por su propia fe y conducta; y (3) en el hecho adicional de que la Sagrada Escritura no se dirige exclusivamente, ni aun principalmente, a los oficiales de la Iglesia, sino al pueblo que constituye la Iglesia de Dios. Este principio también da a entender que la actitud del intérprete con respecto al objeto de su estudio, debe gozar de perfecta libertad. La Iglesia de Roma restringió sucesivamente esta libertad: (1) por una traducción de la Biblia aprobada por la Iglesia; (2) por la tradición, especialmente por el consensus omnium patrum; 9 (3) por las decisiones de los Concilios; y (4) por los fallos infalibles del Papa. Los protestantes nunca aceptaron, al menos en principio, semejante teoría; aunque en la práctica han revelado, ocasionalmente, cierta tendencia a permitir que la dogmática o principios confesionales señoreen sobre la interpretación de la Biblia. Es innecesario decir que cada intérprete debe tener en cuenta las labores exegéticas de edades pretéritas, que se cristalizaron en los credos, y que no debe apartarse con ligereza de aquellos puntos de doctrina que han venido a ser communis opinio. Pero jamás deberá permitir que el fruto de dicha exégesis se convierta en su norma. No puede legítima ni consistentemente permitir que la Iglesia domine la conciencia en materias de interpretación. Pero, aunque es cierto que el intérprete debe ser perfectamente libre en sus labores, no debe confundir su libertad con libertinaje literario. Es libre, ciertamente, de toda restricción y autoridad externa, pero no es libre de las leyes inherentes al objeto de su interpretación. La Palabra escrita lo restringe en todas sus exposiciones, y no tiene el derecho de atribuir sus pensamientos a los autores del texto sagrado. Este principio es generalmente reconocido hoy día. Es muy distinto, sin embargo, cuando se sostiene que la libertad del intérprete está limitada por el hecho de que la Biblia es inspirada, 8 Potestas doctrinae = la autoridad de su enseñanza. 9Consensus omnium patrum = el acuerdo de todos los Padres (de la Iglesia). y, por tanto, palabra de Dios plenamente consistente. No obstante, este principio debe ser reconocido por todos los intérpretes reformados. Preguntas de repaso 1. ¿Quién fue el primero en defender el derecho al juicio privado? 2. ¿Cómo propusieron los reformadores arreglar las diferencias de interpretación? 3. ¿Tiene el intérprete que se adhiere a cierto credo el derecho de apartarse de él en sus exposiciones? 4. ¿A qué medidas debe recurrir en caso de conflicto entre su interpretación de la Biblia y su credo?
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