meditaciones
IGLESIA Y FAMILIA
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Hay algunas reglas generales y principios que son esenciales para la mortificación bíblica del pecado, sin las cuales ningún pecado será jamás mortificado. En este capítulo consideremos la primera y más básica de estas reglas. Solamente un creyente, es decir, una persona que está verdaderamente unida con Cristo es capaz de mortificar el pecado. Como ya hemos notado en el primer capítulo, la mortificación es la tarea de los creyentes: “porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13) Una persona no regenerada (es decir, una persona que no está realmente unida con Cristo por la fe), puede hacer algo parecido a la mortificación, pero no puede realmente mortificar ni siquiera un solo pecado, en una manera aceptable a Dios. En el capítulo tres notamos como muchas personas sinceramente religiosas (que actúan en base a los principios enseñados por su iglesia), tratan de mortificar su pecado, sin embargo todo es en vano. No estamos sugiriendo que solamente los creyentes están obligados a mortificar el pecado. No, la mortificación es un deber (igual como el arrepentimiento y la fe), que Dios exige de todos aquellos que escuchan el evangelio. Lo que estamos afirmando es que sólo los creyentes pueden hacer esto. El incrédulo también está obligado a mortificar sus pecados, pero éste no es su primer deber, su primer deber es creer el evangelio que ha escuchado. La ayuda del Espíritu de Dios en la mortificación de pecado no es posible. Sería más fácil ver sin ojos o hablar sin lengua que verdaderamente mortificar el pecado sin el Espíritu Santo. Pero ¿Cómo puede una persona obtener la ayuda del Espíritu de Dios? El es el Espíritu de Cristo y es recibido creyendo el evangelio acerca de Cristo Jesús, no como una recompensa por guardar la ley. (Vea Gá1.3:1-5, especialmente el versículo 1) Todos los intentos de mortificar cualquier concupiscencia sin la fe en Cristo Jesús resultarán inútiles. Cuando los judíos fueron convencidos de sus pecados en el día de Pentecostés y clamaron, "¿Qué haremos?" ¿Qué es lo que Pedro respondió? ¿Acaso les mandó directamente a mortificar su orgullo, su enojo, su malicia, su crueldad, etc.? No, Pedro sabía que ellos no necesitaban hacer eso. Lo que necesitaban era ser convertidos, arrepentirse de sus pecados y creer en Cristo Jesús (Vea Hech.2:38-39.) Pedro sabía que la primera necesidad del hombre es creer en Cristo crucificado, y si ellos hicieran esto, la verdadera humillación y mortificación vendrían después. Lo mismo era cierto durante el ministerio de Juan el Bautista. Los fariseos habían impuesto sobre el pueblo pesados deberes y métodos rígidos de mortificación, tales como los ayunos y los distintos lavamientos. Sin embargo, Juan les predicó la necesidad urgente de conversión y arrepentimiento. (Vea Mat. 3:2, 8-10.) El ministerio público de Cristo fue igual. El decía, "¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos?" (Mat. 7: 16) Los árboles pueden producir fruto solamente según su género, y así pues Cristo nos dice, "haced el árbol bueno y su fruto será bueno." (Mat.12:33) En otras palabras, es necesario tratar con la raíz. La naturaleza misma del árbol debe ser cambiada o será imposible que el árbol produzca fruto bueno. Este hecho es tan básico pero a la vez tan importante, que debemos tomar el tiempo para considerar algunos peligros que surgen cuando este punto es descuidado o ignorado. Mencionaremos tres peligros: 1. El peligro de ser desviado del deber principal del hombre. Cuando este hecho básico es ignorado o descuidado, existe el peligro de que la mente y el alma del hombre se preocupen por un deber el cual no es realmente su tarea principal. El deber primario del hombre es el de arrepentirse y creer en el evangelio. Hasta que cumpla con esto, ningún otro deber puede tener importancia verdadera. Un hombre puede dedicar todos sus esfuerzos al intento de mortificar el pecado, cuando en realidad debería enfocar sus esfuerzos a obtener la fe salvadora en Cristo. 2. El peligro del autoengaño. El deber de la mortificación es en sí mismo algo bueno, a condición de que sea realizado por aquellos que poseen la fe salvadora en Cristo. El peligro es que una persona puede dedicarse a este deber y pensar que al hacerla, resulta agradable a Dios. Por ejemplo: a. En vez de acudir al gran médico de las almas para ser sanado a través de su muerte en la cruz, un hombre puede ocuparse tratando de sanarse a sí mismo a través del deber de la mortificación. “Y verá Efraín su enfermedad, y Judá su llaga; irá entonces Efraín a Asiria, y enviará al rey Jareb; mas él no os podrá sanar, ni os curará la llaga” (Oseas 5:13) b. Debido a que el deber de la mortificación parece ser una gran evidencia de la sinceridad, una persona puede ser endurecida por el y caer en una justicia propia, creyendo que su estado espiritual es bueno. 3. El peligro de ser desilusionados por la falta de éxito: Un incrédulo puede sinceramente trabajar en este deber y sin embargo solo estar engañándose a sí mismo. Tarde o temprano descubrirá que su pecado no está siendo realmente mortificado y que él está simplemete cambiando una clase de pecado por otro. Entonces, se desesperará de nunca tener éxito y se entregará al poder del pecado. Conclusión La mortificación del pecado es la obra de la fe, el trabajo especial de la fe. Ahora, si hay una obra que solamente puede ser realizada en una forma específica, resulta necio tratar de hacerla en forma distinta. Es la fe lo que purifica el corazón (Hech.15:9), como Pedro lo dice: "habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu. " (1 Pe. 1:22) Sin esta fe, el pecado no puede y no será mortificado. Lo que hemos escrito en este capítulo debería ser suficiente para confirmar la primera regla general de la mortificación: Asegúrese de estar unido a Cristo por la fe, porque si usted intenta mortificar cualquier pecado sin esta unión, no tendrá éxito. Nota una posible objeción y algunas respuestas. Hay una objeción principal a esta primera regla de la mortificación, la cual puede ser expresada en la forma de la pregunta siguiente: ¿Qué debe hacer el hombre inconverso que ha sido convencido de la maldad de su pecado? ¿Debería tal persona dejar de luchar contra su pecado y vivir en la disolución, dando rienda suelta a sus concupiscencias y siendo tan mala como los peores hombres? Ahora, la respuesta más corta a esta objeción es, "en ninguna manera". Enseguida daremos dos respuestas: 1. Primero, considere la sabiduría, bondad y amor divino manifiestos en las distintas maneras en que El detiene a los hombres y las mujeres para que no sean tan malos como pudieran ser, si no fuesen refrenados por El. Siempre cuando los inconversos son refrenados en su pecado, esto es el fruto de la providencia, la ternura y la bondad divinas, sin las cuales toda la tierra se convertiría en un infierno de pecado y confusión. 2. Segundo, la mortificación del pecado es un deber que las personas no regeneradas son responsables de cumplir, pero no es su primer deber. Si un hombre está tapando un hoyo en la pared de su casa, no pensará que yo soy su enemigo si vengo a decirle que deje por el momento el hoyo, porque hay un incendio que amenaza con quemar toda la casa. Si un hombre tiene un dedo adolorido y también una fiebre intensa, debe tratar primero con la fiebre y luego con el dedo. Lo mismo es verdad en la esfera espiritual. No tiene caso cansarse peleando con algún pecado particular cuando el verdadero problema es una naturaleza pecaminosa que es esclava del pecado. Primero es necesario traer su naturaleza pecaminosa a Cristo, el gran médico. Entonces, cuando haya sido librado de la esclavitud de su naturaleza pecaminosa, entonces usted estará preparado para comenzar a mortificar los pecados particulares. 5 Aquí el autor se está refiriendo a la gracia común de Dios que refrena el pecado. manteniéndolo dentro de ciertos límites. Si no fuera por esta intervención divina, el mundo sería destruido por los hombres en forma inmediata.
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