El apóstol nos va a decir algo respecto a estos siete ángeles con sus copas de ira. Pero antes de hacerlo nos muestra la iglesia triunfante después del último día. Después de haberse derramado estas copas de ira
¿qué va a decir esta compañía de vencedores? Juan ve un mar. En la playa hay una multitud victoriosa. Están tañendo sus arpas y cantando el cántico de Moisés y del Cordero. Es claro que esta visión se basa en la historia del ahogamiento de las huestes de Faraón en el mar Rojo. En aquella ocasión también un pueblo victorioso estaba en la playa del mar y cantó el cántico de salvación y victoria: «Cantaré yo á Jehová, porque se ha magnificado grandemente; Ha echado en el mar al caballo y al jinete».
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Estos versículos contienen la primera imagen simbólica. La escena se desarrolla en el cielo. Juan ve aquí a una mujer gloriosamente ataviada: el sol es su vestido, la luna su escabel, y una guirnalda de doce estrellas su corona. Esta mujer está a punto de dar a luz. Clama con dolores de parto. De repente Juan ve a un dragón escarlata que se ha puesto delante de la mujer.
Piense usted en una serpiente alada, cruel, feroz, maligna y viciosa con cabeza encopetada y garras destructoras. Recuerde que esto es una imagen, un símbolo. Esta bestia tiene siete cabezas coronadas y diez cuernos. ¡Tan enorme y descomunal es esta bestia que su inmensa cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las arroja sobre la tierra! ¿Por qué se para este terrible monstruo frente a la mujer que está a punto de dar a luz? ¡Es con el fin de devorar a su hijo luego que éste haya nacido! ¿Logra el dragón su cometido? No. La mujer da a luz un hijo, un varón poderosísimo que regirá a los gentiles con vara de hierro. Luego, de repente... pero escuchemos lo que sucedió según las propias palabras del apóstol: «y su hijo fue arrebatado para Dios y para su trono». El séptimo ángel toca la trompeta. De nuevo, el juicio final no es descrito sino presentado. Además, se indica el significado del día de juicio respecto a Dios, su Cristo, los creyentes y los incrédulos. Note usted el coro doble. Primero, los ángeles cantan. En el Espíritu, el apóstol oye su antífona gloriosa, creciente y conmovedora de alabanza y adoración. «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos».
Es cierto que Dios reina siempre. Sin embargo, ese poder y esa autoridad que ejerce respecto al universo no se manifiestan siempre. A veces parece que Satanás es el gobernante supremo. Pero una vez llegado el día del juicio, el esplendor real de la soberanía de Dios será revelado en su totalidad, porque en aquel tiempo toda oposición será suprimida. Será evidente a todos que el mundo le pertenece a nuestro Señor y a su Cristo. Y reinará para siempre jamás. El primer ángel toca su trompeta, lo que resulta en tempestad de granizo y fuego. Se ven el granizo y el fuego como mezclados con sangre, lo que acentúa su carácter destructivo. Por lo tanto, leemos que la tercera parte de la tierra, la tercera parte de los árboles y toda la hierba verde fueron quemadas.
Probablemente esta primera trompeta indica que a lo largo de todo el período que se extiende desde la primera hasta la segunda venida, nuestro Señor, que está reinando ahora en el cielo, afligirá a los perseguidores de la iglesia con varios desastres que sucederán en el mundo, es decir, contra la tierra. Las palabras, «que fueron lanzados sobre la tierra» indican claramente que estas calamidades, sea cual fuere su naturaleza, son controladas en el cielo, yen cierto sentido orgánico son enviadas por nuestro Señor. «Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora». ¿Por qué este silencio? ¿Fue hecho para que se pudiesen oír en el cielo las oraciones de los hijos de Dios perseguidos en la tierra?
2 Es nuestra opinión que aquí, como siempre, tenemos que buscar la interpretación en el simbolismo del Antiguo Testamento. Ahora, en los libros de los profetas, la salida del Todopoderoso con el fin de juzgar es presentada muchas veces con una referencia al silencio. Por ejemplo, en Habacuc 2:20 leemos, «Mas Jehová está en su santo templo: calle delante de él toda la tierra» (véase también Sof. 1:7 y Zac. 2:13). Aquí en Apocalipsis, de una manera semejante, se introduce el silencio con el fin de prepararnos para el carácter terrible de los juicios que se describirán en seguida. Este silencio hace mucho más solemne las manifestaciones de la ira de Dios. Tan espantosa y terrible es esta retribución inicial que está por infligirse sobre los impíos, que los habitantes del cielo por mucho tiempo -media hora- se quedan asombrados, mudos, sorprendidos, atónitos. Además, Dios no aflige «de su corazón», y esto también es otra razón por la que hay silencio en el cielo (Lc. 19:41; Lm. 3:33; Ez. 33:11). «Cuando abrió el quinto sello, vi bajo el altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?»
No olvide que lo que Juan ve no es el cielo ni el universo mismo, sino una visión simbólica. En esta visión el apóstol ve el altar, que aquí aparece como el altar del holocausto, al pie del cual tenía que ser derramada la sangre de los animales degollados (Lv. 4:7). Debajo de este altar Juan ve la sangre de los santos que han sido muertos. Vio sus almas, porque «la vida de la carne en la sangre está» (Lv. 17:11). Habían ofrecido sus vidas como un sacrificio, habiéndose adherido con tenacidad al testimonio que habían recibido respecto al Cristo y la salvación en él. Éstas son las almas que bajo el segundo sello estaban siendo asesinadas.Estas almas claman en voz alta venganza contra sus asesinos. Tan pronto como el Cordero toma el libro, aceptando así el oficio de Rey del universo, hay, por medio de tres doxologías, una gran exclamación de triunfo y gozo exuberante. Los que están más cerca del trono principian, o sea los querubines y los veinticuatro ancianos. Se postran delante del Cordero rindiéndole adoración divina. Cada uno de los ancianos tiene un arpa, un instrumento de música alegre (18:22), y copas de oro llenas de incienso, simbolizando la oración y la acción de gracias en su sentido total.
Cantan un nuevo cántico. Es nuevo porque jamás se había realizado una salvación tan grande y gloriosa, y nunca antes había recibido el Cordero este gran honor. Las palabras del cántico son las siguientes: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra». Es el cántico de redención. Aquí se dice muy definidamente que el gobierno o dominio actual del Mediador sobre el universo es la recompensa de sus sufrimientos y muerte. Tanto el aspecto individual como el aspecto universal de la expiación están hermosamente unidos. El Cordero no compró la salvación de cada individuo. No, pagó el precio a favor de sus elegidos, es decir, a favor de personas «de todo linaje y lengua y pueblo y nación». Esta ciudad estaba situada cerca de aguas termales. Emitir de la boca agua tibia era un símbolo que los habitantes de esta ciudad podían entender fácilmente. Aquí se levantó una escuela famosa de medicina. Entre otras cosas producía un remedio para los de vista débil. En esta ciudad se tejían varias vestiduras de la negra y suave lana de las ovejas del valle. Pero Laodicea era especialmente famosa a causa de sus riquezas. Situada en la confluencia de tres grandes caminos -véase un mapa- crecía rápidamente y llegó a ser un gran centro comercial y financiero. Era el hogar de los millonarios. Había, por supuesto, teatros, un estadio y un gimnasio equipado con baños.
Era una ciudad de banqueros y de operaciones financieras. Tan rica era esta ciudad que sus habitantes rechazaron el auxilio del gobierno cuando el lugar fue destruido parcialmente por un terremoto. Los habitantes de Laodicea eran ricos y lo sabían. Eran intolerables. Aun las gentes de la iglesia manifestaban esta misma actitud orgullosa, obstinada y vanidosa. Quizá imaginaban que sus riquezas eran una señal del favor especial de Dios. Pero sea como fuere, empezaron a pensar que eran «los únicos». Se habían empapado en el espíritu que caracterizaba a la ciudad entera. Se jactaban de sus riquezas espirituales. Esta ciudad estaba situada en un valle, en una carretera importante. Recibió su nombre de parte de Attalus I1, 159-138 a.C., cuya lealtad a su hermano Eumenes le ganó el epíteto de «amador fraternal». Fue fundada con el propósito de hacerla un centro para el desarrollo del idioma y las costumbres griegas en Lidia y en Frigia. Por tanto, desde el principio fue una ciudad misionera y de grande éxito en su propósito.
A esta iglesia Cristo se dirige, designándose a sí mismo como el Santo y el Verdadero. Por tanto, las pretensiones de los falsos judíos es decir de los judíos incrédulos no le agradan. Sólo Cristo tiene «la llave de David», esto es, el poder y la autoridad más altos en el reino de Dios (cotéjense Is. 22:22; Mt. 16:19; 28:18; Ap. 5:5). Cristo sabe que aunque esta iglesia tiene solamente un poco de poder, siendo numéricamente pequeña y con pocas riquezas, se ha mantenido leal al evangelio y no ha negado el nombre de su Señor. «He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar». La puerta abierta significa, primero, una maravillosa oportunidad de predicar el evangelio, y segundo, la operación de la gracia de Dios, creando oídos dispuestos a escuchar y corazones ansiosos de recibir (cotéjense 2 Ca. 2:12; Col. 4:3; Hch. 14:27). La iglesia de Filadelfia, aunque insignificante a los ojos humanos, era grande a los ojos de Dios. A pesar de los mofadores y acusadores judíos, había «guardado la palabra de la paciencia de Cristo», que probablemente significa el evangelio de la cruz, en el cual se exponen los padecimientos que Cristo sobrellevó con tanta paciencia. (3:1-6) Sardis, la ciudad impugnable, se situaba sobre una colina casi inaccesible, vigilante del valle Hermus, y fue en tiempos antiguos la orgullosa capital de Lidia. Sus habitantes eran orgullosos, arrogantes, demasiado confiados. Tenían confianza iay, demasiada confianza! de que nadie podía subir esta colina con sus laderas tan perpendiculares. Había un solo punto de acceso, a saber, una angosta península hacia el sur, la cual se podía fortificar fácilmente.
Pero vino el enemigo en 549 a.C. y de nuevo en 218 a.C. y tomó a Sardis. Un solo punto inseguro, inadvertido y desguarnecido, una hendidura oblicua en la muralla de roca, la única manera de realizar un ataque de noche por diestros escaladores, presentó al enemigo la oportunidad de dar un golpe triturador a la arrogancia de los demasiado confiados habitantes de esta capital orgullosa. La colina sobre la cual Sardis estaba situada era demasiado pequeña para acomodar una ciudad creciente. Por tanto, la antigua Sardis, la acrópolis, empezaba a ser abandonada y una nueva ciudad se levantó en la vecindad. |
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